miércoles, 11 de noviembre de 2020

La enfermedad de las imágenes



 





Primera parte

Los ojos son la ventana por la cual entra la luz a nuestra vida. A través de la vista cobramos conciencia de dónde estamos. Gracias a la visión podemos asociar colores, formas, lugares, nombres, etcétera, para enriquecer esta experiencia individual llamada Vida. 
El acto de ver sucede en dos momentos: cuando se captura la imagen y cuando le damos significado. Lo primero pasa en los ojos, esas esferas maravillosas capaces de captar diferentes longitudes de onda, de enfocar, de ver la profundidad y la superficie. Lo segundo sucede en la mente, donde esa imagen llega por medio de impulsos eléctricos para ser interpretada, analizada, preservada o desechada. 
Las imágenes que forman parte de nuestros recuerdos no permanecen en los ojos, sino en algún lugar de nuestro cerebro donde está la memoria. Por eso, en ocasiones basta con cerrar los ojos y pensar en un recuerdo para “verlo” nuevamente en nuestra mente. 
Un atardecer, la playa, nuestros hijos cuando eran pequeños, nuestros padres que han muerto, la mirada de la persona a quien amamos y que nos amó… las imágenes permanecen ahí. Cruzaron el umbral de los ojos y se instalaron en nuestra mente para siempre.
¿Qué pasaría si tuviéramos una máquina que sustituyera el trabajo que realizan los ojos y que fuera capaz de instalar directamente en nuestro cerebro esos pulsos electromagnéticos que conforman las imágenes? Funcionaría como una grabadora de los procesos que se dan en nuestro cerebro en el acto de ver y luego al conectarla al cerebro de otra persona, replicaría la experiencia de ver. 
Sería una máquina que ayudaría a los ciegos a ver, por ejemplo. Pero qué tal si nos conectamos a esa máquina mientras dormimos y entonces podemos “grabar” lo que nuestro cerebro “vió” mientras dormíamos. Podríamos ver nuestros sueños. 
Este fue el plantemiento de la película de Wim Wenders, Hasta el fin del Mundo, situada en en un futuro pasado, donde una persecución por todo el mundo, concluye en un laboratorio oculto en Australia, donde una máquina como la descrita, hace posible que las personas vean sus recuerdos y sus sueños. 
¿Verías los sueños de tu esposo o esposa? ¿Verías los sueños de tus hijos? ¿Tendríamos derecho?
En la película de Wenders, la posibilidad de ver los sueños constituye una revelación, lo mismo magnífica que devastadora. Las personas ya no hacen otra cosa que dormir para soñar y cuando están despiertos, ven sus sueños… y a veces, sueñan con sus propios sueños. De modo que cuando a Claire -la protagonista de la película- se le agotan las baterías para ver sus sueños y sus recuerdos en su dispositivo personal, experimenta una especie de síndrome de abstinencia, del cual parece imposible que saldrá y que la llevará a la locura.
Sin embargo, Claire logra rehabilitarse al leer su propia historia, vista a través de Eugene un escritor y su ex pareja, pero que ahora es sólo su amigo que la acompaña -a veces de cerca, a veces de lejos- en su travesía hasta el fin del mundo, mientras ella, a su vez, persigue a Trevor, un hombre que vio un día y del cual quedó irremediablemente enamorada. 
Al final de la película nadie se queda con el amor de su vida y una melancólica canción de Robbie Robertson nos arranca sin previo aviso, recuerdos que no sabíamos que estaban instalados en el corazón. 













lunes, 13 de julio de 2020

Estar enfermo de COVID

 Todo empezó como un resfriado. “Creo que tengo una infección en la garganta y debo ir al doctor”. Voy al médico un par de veces al año, únicamente cuando creo que es necesario que me recete antibiótico. Pensé que esta vez sería una de esas visitas.
Me recetaron antibiótico y corticoesteroide intramuscular, así como un antibiótico adicional tomado. Y un jarabito para la tos.
Estoicamente seguí la receta, casi nunca reparo en qué es o para qué sirve lo que me manda el doctor. Lo que no sabía es que éste era el tratamiento que me estaba preparando para lo que vendría. Al finalizarlo ese fin de semana, sentí una súbita recuperación y pensé que podría cantar victoria. Estaba equivocado.
El sábado por la noche y el domingo durante todo el día tuve una fiebre desesperante y malestar general. Dicho malestar parecía agravarse minuto tras minuto. Como sobreviviente del dengue, lo puedo comparar a cómo se siente uno en esas primeras etapas en que te ataca el quebrantahuesos.
No me había sentido tan mal por una enfermedad desde hace más de 25 años. Pensé que dormir un poco me ayudaría. Traté de descansar, pero al incorporarme poco tiempo después, me sentía mucho peor. Traté con un par de antipiréticos pero no me hicieron ningún efecto. El tiempo pasaba y me sentía cada vez peor. “Creo que esto es serio”, pensé.
Una de las peores noches que he pasado enfermo fue la de ese domingo para el lunes. Me sentía morir. No imaginariamente. Pensé que de pronto mi cuerpo iba a dejar de resistir. Lo peor es que no tenía escurrimiento nasal ni diarrea ni ningún otro síntoma que me ayudara a identificar dónde estaba la enfermedad.
En la desesperación, el lunes fui a ver a otro doctor, quien confirmó por todos los síntomas que tenía neumonía. “Y en un contexto de la pandemia que estamos viviendo, lo más probable es que su neumonía sea covid 19, sólo hay que hacer la prueba para confirmarlo”, dijo.
Para ese momento ya me sentía débil, el malestar general no cedía y se me había quitado el hambre. Fui a hacerme una placa de tórax esa misma tarde e hice la cita en el laboratorio para la prueba de Covid. No hay pruebas inmediatas. Sólo por cita y los resultados tardan más de 24 horas. Y es carísima.
Todavía me faltarían un par de días con fiebre. De pronto el aire empezó a hacerme falta. Me agitaba mucho con cualquier esfuerzo, por mínimo que fuera. Hablar o subir escalones, por ejemplo, requería por lo menos unos 3 minutos para recuperar mi aliento.
El martes empecé con diarrea… pero afortunadamente en la noche ya no tuve fiebre. El doctor me había dicho que esperara diarrea y dificultad para respirar. Qué síntomas tan extraños juntos.
El miércoles empecé con un dolor en la espalda. Lo comparo a cuando tienes una infección en los riñones, sólo que este dolor en particular abarcaba una extensión mayor de la espalda. La noche del miércoles otra vez dormí a intervalos por esa molestia. El jueves el dolor fue insoportable a lo largo del día. Sin embargo, de repente, el viernes en la mañana el dolor había disminuido muchísimo. Y se fue.

El sábado en la mañana, al despertar, aspiré profundamente por primera vez en varios días y me sentí bien al sentir cómo mis pulmones se llenaban de aire. Pensé que ya estaría bien a partir de ese momento. Pero en el transcurso de la mañana volví otra vez a sentir esa incapacidad para respirar.
Ese mismo sábado fui a ver a la neumóloga, con mis resultados de covid positivos y con la placa de tórax. Afortunadamente -dijo- mi padecimiento era de los “leves”, por lo que me auguró una recuperación con cuidados mínimos en las siguientes semanas.

¿Leve? Y yo que sentía que me iba a morir.
Todavía el siguiente domingo tuve fiebre nuevamente y diarrea… pero esta vez ya los esperaba venir porque la doctora lo anticipó. Así que sólo traté de descansar y tomé paracetamol.

En general siento que recupero mis fuerzas y me incorporo para trabajar un rato en mi computadora. Es cuestión de 10 a 15 minutos, cuando siento ese cansancio en mis ojos y en mi espalda que hacen que me recueste nuevamente. A veces me quedo dormido algunos minutos. Así transcurren estos días de encierro.

Hay varios detalles que he omitido como los episodios de depresión o las consultas con otros médicos, la sed insaciable que tuve algunos días. Hoy, en el día 14, tuve mucha hambre en el desayuno así que hice un par de huevos revueltos con frijolitos negros y dos tortillas. Sentí que volví a nacer.

jueves, 9 de julio de 2020

Depresión y neumonía

“No me quiero morir”. Por un momento me quedé petrificado. Me asustó escuchar mis pensamientos. No era la primera vez que nos veíamos las caras, pero esta vez, a diferencia de otros momentos en mi vida, no me sentía con todas las de ganar. La Muerte no llega de manera inesperada. Cuando te das cuenta ya se instaló y está sentada a los pies de tu cama. Contemplándote. Seguramente también se hace preguntas respecto a si serás tú la persona indicada y obviamente duda si valdrá la pena el esfuerzo de llevarte.

“No estoy listo”. Mi mirada empañada se perdía en el gris oscuro del cielo que empezaba a dejar caer su lluvia y sólo aumentaba a mi depresión y tristeza. El problema es que mi “condición” emocional se hace más evidente en momentos como este, cuando víctima del nuevo virus, mi cuerpo sucumbe, débil, vulnerable, incapaz de hacer lo que quiero. Lo peor es que las dolencias del cuerpo se combinan con las del corazón. De pronto el dolor del pecho y la incapacidad para recuperar el aliento dejan de ser síntomas y se vuelven causas.

“Ya he estado aquí”, me repetía buscando consuelo. Como suele suceder con quienes sufrimos depresión, la naturaleza temporal de cualquier padecimiento siempre brinda esperanza, aunque esa sea la última fuente de esperanza.

Sobrellevar -es un decir- esta enfermedad no ha sido sencillo. Pero ¿para quién lo es?